domingo, 6 de diciembre de 2009

Sermones...


DOMINGO SEGUNDO DE ADVIENTO
[Mt 11, 1-10]


EL año litúrgico se abre con el Adviento que significa Venida o Llegada. La Iglesia abre y cierra el circulo litúrgico con un evan­gelio acerca de la Segunda Venida de Cristo o sea la Parusía; y durante las otras tres semanas del Advenimiento, lee tres evangelios acerca de San Juan Bautista, el nuncio de la Primera Venida de Cristo llamado el Precursor. Ellos contienen el primero, tercero y cuarto testi­monio que dio el Bautizador solemnemente de que el Rabbí Ieshua de Nazareth era realmente "El que había de venir, el Esperado; en aquel tiempo, ansiosa y nerviosamente esperado y ahora también; por los que conservan aquella antigua fe.
Lo malo para comentarlos es que no están é ¿ese orden, sino al revés: primero está el último, el testimonio que dio, definitivamente desde el calabozo, licenciando a sus discípulos para que fuesen a Cristo; al cual testimonio Cristo respondió dando testimonial su vez de su humilde precursor con una gran alabanza, pero no lo libró de la cárcel. Este es el evangelio de hoy. Después viene el que dio a los fariseos; y por último el que dio ante todo el pueblo, desde el comienzo de su predicación, anunciando que había que prepararse enérgicamente porque había llegado el tiempo en que "toda la carne vería el divino Salud-Dador". Ante todo el pueblo es un decir, porque los que se congregaban en la ribera del Jordán cerca de Bethsaida, donde el salvaje nazareno bautizaba y clamaba, eran más bien pocos, de a grupitos; pero había allí de todas las profesiones y clases sociales, incluso fariseos; y hasta el mismo Herodes Antipas cayó allí una vez, por desgracia. De a grupitos pasaron por allí, al final, muchísimos; todo el pueblo, puede decirse (éste es el evangelio del tras-próximo Domingo).
Así, pues, mientras Jesús trabajaba con sus Vimos oscuramente en el taller de Nazareth, apareció en una playita del [o llena de cañas y sicó­moros un desconocido venido del desierto, que podríamos llamar ermitaño, con larga melena nazarena, una piel de camello por vestido y un físico enjuto y quemado por el sol y las privaciones, pero de un coraje y una potencia extraordinaria: "salvaje magnético" lo llama Papini; "ende­moniado" lo llamaron a poco andar los fariseos. Este profeta poderoso austero humilde, que fue mártir de la moral natural, y no hizo otra cosa en su vida que "allanar los caminos" para otro, suscitó una gran expecta­ción, tanto que algunos creyeron era el Mesías; y un fuerte movimiento religioso, del cual benefició Cristo. Antes de predicar la moral divina, había que "enderezar los senderos" de la moral natural. El Bautista es la rectitud moral y la humildad llevadas al heroísmo; él predica la ley na­tural así como su Bautizado número uno promulgará más tarde la ley divina; los dos luchan contra la seudo Ley anquilosada y corrompida de los fariseos. Los temas de Juan son solamente tres: 1) Haced penitencia; 2) el Tiempo ha llegado de la Venida; 3) vosotros "raza de víboras", ¿qué os habéis pensado?
Lo primero que hizo Cristo después de despedirse de su madre viuda y dejar el taller ("a su hermano Jacobo" dice Schalom Asch) fue recibir el bautismo de la penitencia, conexión visible y solemne de su misión con la de Yohanan; y por él con todos los antiguos profetas y todo el Antiguo Testamento. Como nota San Agustín la religión ("la Ciudad de Dios") es una sola; y se remonta hasta el principio del mundo, conec­tados todos sus tramos por nexos perspicuos y solemnes; Adán, Abraham, Moisés, Los Profetas, Juan Bautista, Cristo. Para enseñarla hay que te­ner autoridad y la autoridad no se inventa, se recibe. Allí en ese bautismo que tuvo lugar una tarde cualquiera de un día cualquiera ante un grupo de cualesquiera, sucedió la primera revelación del último Tramo de la Religión, el definitivo, tras el cual no hay ya que esperar otro, revelación que el mismo Juan necesitaba, pues "Aquel sobre quien descendiere el Espíritu, Ése es", le había sido dicho por el Espíritu en el desierto. Y así Cristo en toda su carrera se refiere siempre a esa primera revelación y vínculo legitimante ("¿Con qué autoridad dices estas cosas?".) Tú te has inventado una autoridad que nosotros no te hemos dado. "Con la auto­ridad que me dio mi Padre."
"Éste es mi hijo querido en quien están todas mis complacencias. Oídle a Él" 110, dijo el trueno del cielo, al mismo tiempo que una luz en forma de paloma se cernía sobre los dos humildes nazarenos, inmergidos el agua hasta las rodillas, como lo hemos visto tantas veces... gracias a los pintores.
No se entiende nada del Bautismo de Cristo si no se atiende a esta necesidad de la autoridad religiosa. "Yo no me he enviado, Dios me ha enviado" debe poder decir el Apóstol; y eso significa Apóstol: Enviado. "Tú no tienes necesidad de bautismo", dijo Juan a Jesús; "Deja eso aho­ra", le replicó éste. Necesitábamos nosotros ese nexo de la autoridad re­ligiosa.
No siempre que Dios envía un hombre con una misión peligrosa avi­sa previamente a las autoridades. A veces lo autoriza Él mismo, o con la santidad de su vida, o con milagros; y las autoridades deben arreglarse con sus propios medios a reconocerlo. Si lo desprecian, Dios permite que caigan en el peor error, y cometan el crimen más horroroso, que es matar a un hombre de Dios -por el hecho de ser de Dios- en nombre de Dios. Entonces un desastre espantoso se desploma sobre esta gente y so­bre el pueblo que representan, podrido como ellos. Pobre Argentina, que no escuchas a tus maestros, desprecias a los precursores y matas a los profetas. "Los fariseos -dice el Evangelista- despreciaron a Juan, y no recibieron el bautismo de penitencia, con lo cual se embromaron", y rehuyeron la sabiduría "la cual se justificó después por sus obras", es de­cir, por las obras milagrosas que hizo Cristo. Desde entonces comenzaron las violentas imprecaciones de Juan contra los jefes espirituales de la na­ción; pero no sin que antes el profeta hubiese dado llana y modestamente cuenta y razón de sí mismo a la delegación oficial de estos jefes oficiales, que se le aproximó cuando ya su nombre corría indetenible entre las gentes religiosas, que lo tenían por el Mesías, unos; por Elías el segundo Precursor, otros; y por un gran profeta, todos. La única profecía que hizo Juan fue reconocer al Mesías como Mesías; no es poco. Es todo, si se quiere.
"Si queréis, él es ciertamente el Elias, el que ha de venir; pero esto que os digo es misterioso", dijo Cristo como última palabra acerca de Juan; el cual ya entonces (al fin del primer año, primera misión de Galilea, después de la primera resurrección de un muerto) estaba en el só­tano del palacio de Herodes, sin hacerse ilusiones acerca de su futuro: "Conviene que el Otro crezca y yo mengüe." Juan cerró entonces su misión entregando el resto de sus discípulos -ya había enviado a otros-, que con ansiedad en torno de él todavía se afanaban desesperanzadamente, al Taumaturgo que desde Cafarnaúm recorría el lago, las aldeas y las co­linas. Juan no había hecho ningún milagro; sus discípulos esperaban de él que, rompiendo cerrojos y cadenas, aterrorizase a Herodes y volviese a su puesto del río Jordán. No lo hizo. Pero el Mesías sí había de hacer milagros; era una de las señales que había puesto acerca de Él el profeta Isaías.
Juan se comporta siempre con una humildad conmovedora; fiero delante de los fariseos, delante de Jesús se hace polvo: "No soy digno ni de atar las cintas de sus sandalias." Así en esta ocasión en vez de respon­der directamente a sus confusionados secuaces, envía a dos de ellos en su nombre y en representación de todos a Galilea a preguntar al Joven Maestro: "¿Eres Tú el que [desde hace siglos esperamos] ha de venir, o hemos de esperar todavía a otro?". Jesús tampoco respondió directamente -las palabras son pequeñas en algunas ocasiones- sino que prosiguió sin responder su predicación y sus curas delante de los dos johannidas y fi­nalmente dijo: "Andad y anunciad a Juan lo que habéis presenciado: Los ciegos ven, los cojos caminan, los leprosos quedan limpios, los sor­dos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados: y dicho­sos los que de mí no se escandalicen" (es decir, dichosos los que en mí no tropiecen; porque encontrando a Cristo, o se cree, o se da un encon­tronazo).
Cristo resumió en esta breve respuesta las profecías taumatúrgicas de Isaías de los cantos 29, 35, 61, 13, 26 y sobre todo del canto 5: del cual dos frases literales están aquí: "Los ciegos ven... los pobres son ilumi­nados". Ése es el milagro fundamental de Cristo y de su Iglesia: iluminar. ¡Y ay de la Iglesia cuando los pobres no son iluminados!
Apenas los dos johannidas, exultantes sin duda, zarparon, Cristo ca­nonizó al Bautizador, y le rindió a su vez testimonio. En la turba que lo escuchaba había quienes escucharon antes a Juan; y a éstos se dirigió: "¿A quién fuisteis a ver en el desierto de Besch-Zeda? ¿A una caña que el viento agita? Decidme ¿qué cosa fuisteis a ver...? ¿A un hombre vestido con elegancia? Los que visten fino están en el Palacio de Gobierno, no en el desierto. Respondedme pues a quién habéis andado a buscar. ¿A un profeta? Sí, así es, a un gran profeta y más que profeta. Éste es aquel de quien tenemos Escritura: He aquí que yo mando delante a mi Enviado, que prepare los caminos delante de Ti...". Es un versículo del profeta Malaquías. Cristo alude a los hombres "influyentes" que andaban por entonces vendiendo palabrería devota, que no tenía efecto alguno, como rumor de cañaveral; y a los Saduceos o progresistas (la secta rival de los Fariseos o separados) que hoy llamaríamos intelectuales que andaban en torno al diletante Herodes Antipas -por lo cual el Evangelio los llama a veces "herodianos"- discutiendo las últimas novedades de la filosofía de la Metrópoli. El ermitaño de Besch-Zedá era otra cosa.
Cristo lo "canonizó": "Palabra de Honor [ex cáthedra] ningún hijo de mujer se alzó en el mundo mayor que Juan el Bautista", de donde algu­nos teólogos han discutido verbosamente si el Bautista es un santo ma­yor que Abraham o mayor que Moisés, o mayor que San José. Pero Cristo determinó claramente el sentido de sus palabras añadiendo otra exageración -todo Cristo está lleno de exageraciones equilibradas de a dos en dos, como los arcos góticos de una catedral-: "Pero yo os digo que el menor del Reino de los Cielos es mayor que él": con lo cual dijo que la preeminencia de San Juan se entiende solamente sobre todos los profetas del Antiguo Testamento; en efecto, los demás vieron de lejos y entre celajes al Mesías; y éste lo mostró con el dedo... Con Juan se cie­rran "la Ley y los Profetas" -añadió Cristo- y comienza la Iglesia, no en contra sino encima. Los judíos deberían levantarle una catedral en Jerusalén al Bautista. Y a lo mejor se la levantan, ahora que se están reuniendo todos allá. En Jerusalén en donde lo mataron.
Ninguna catedral mayor que la devoción del pueblo cristiano al hís­pido profeta de Besch-Zedá: cosa de la mitad de los cristianos del mun­do se llaman Juan, sin contar una de las mejores provincias argentinas y contando todos los italianos que se llaman Bachicha ("Aserrín aserrán los maderos de San Juan [algunos dicen «los dineros de San Juan»] ¿dón­de están?"). El 24 de junio es en Europa el día más largo del año (el sols­ticio de verano) y los gentiles celebraban la víspera de ese día al dios Sol, encendiendo hogueras sobre las colinas para matar la noche del todo; y con festejos de alegría y con supersticiones pintorescas. Los cristianos transformaron esa fiesta étnica -cuyas supersticiones no obstante han llegado hasta nosotros- plantando al Precursor en ese día -entre nosotros el más corto del año- y transformando las hogueras de Apolo y Osiris en las fogatas de San Juan. Pero San Juan no fue el iluminador, no fue el sol, sino a la manera del alba que precede brevemente al sol, en verde, oro y sangre. "No era él la luz, sino para dar testimonio de la Luz", dice de él otro San Juan, el Evangelista.

La idea es que ese día hay que quemar todos los trastos viejos, cachi­vaches y rezagos que hay en la casa y hacer limpieza de basura e inutili­dades; y ése fue justamente el fondo de la prédica del Bautista; "Poner el hacha en la raíz del árbol muerto." ¡Qué andáis con pamplinas, con pa­labras muertas, con discusiones inútiles, con leyes nimias, con politique­rías pueriles y con pataratas de Reforma, Reacción y Revolución en los momentos en que las bases mismas del mundo se descompaginan todas! Quemad con la penitencia la leña muerta, si queréis obtener luz. Cuando veáis que los comunistas queman iglesias, haced vosotros en vuestro co­razón las santas fogatas de San Juan.
Los "comunistas" queman iglesias ni, que les parecen inutilidades, ellos celebran a San Juan a su manera, que no es buena. La buena es que­mar las inutilidades del corazón. Cuando los vándalos quemaban iglesias en Roma, San Cipriano escribía a sus obispos: "No os deis afán por edi­ficar templos materiales en los cuales al fin y al cabo sabéis que un día se sentará el Anticristo. Edificad la fe en los pechos, templos que nadie puede quemar."
Con esto no queremos decir que hay que dejarlos no más a los "comunistas" quemar Iglesias. ¡Cuernos!


Notas:
110 La señora Julia de Seydell me advierte amablemente que el inciso "Oídle a él" no está en el Bautismo de Jesús sino en la Transfiguración (Mateo XVII, 1; Marcos IX, 1 y Lucas IX, 28). Reconozco que es así, para ser enteramente exacto. El origen de mi confusión es que algunos exégetas modernos conjeturan que en las dos ocasiones la voz del Padre fue la misma; y los Evangelistas reservaron la pequeña añadidura "oídle" -que de todos modos está implícita en la teofanía del Bautismo- para la ocasión más solemne; basándose para ello en la autoridad del Codex Beza. No me pare­ce probable esta conjetura. Ver sobre esto John O'Flynn y Reverendo A. Jones en Ca-tl)olic Commentary on Holy Scripture, Nelson, London.

111 Cuando se escribió esta homilía, acababa de acontecer en Buenos Aires el epi­sodio de "la quema de las iglesias", que fue imputado oficialmente a "los comunistas".




Leonardo Castellani, "El Evangelio de Jesucristo", Vortice, Buenos Aires 1997, pp.332-337.

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